NOCHE DE HÉROES Lo que aquella noche pasó, se puede leer en varios libros y documentos oficiales, algunos de los cuales yo tengo en mi poder. Pero dispongo del mejor de los relatos dado por uno de los dos protagonistas de aquel célebre hecho de armas; el cabo Mariano Díez de las Moras, mi padre. Bien es verdad que también me atendré a los hechos contados según el Diario Oficial del Ministerio del Ejército nº 227, el libro “Con la División Azul en Rusia” escrito por el mismo coronel José Martínez Esparza y otras publicaciones.
El alto mando del Ejército del Norte, da la orden de avanzar a la División Azul pero la situación del enemigo era totalmente ignorada por las tropas comandadas por el Coronel Esparza, pues como antes ya dije, al otro lado del río, en territorio enemigo, había un gran polvorín fuertemente fortificado y protegido por una guarnición muy numerosa de tropas.
El teniente Galiana recibió la orden de, con su sección de asalto, localizar y volar aquel polvorín que tanto impedía el avance del regimiento; y el día 18 de octubre, hacia las dos horas de la mañana, en una noche oscura y fría como todas las vividas por aquellas fechas en aquel lugar, El teniente Galiana y el cabo Díez de las Moras, cruzan con su sección de asalto el Vóljov en botes neumáticos. Las orillas estaban ya muy heladas y el resto de la corriente empezaba a congelarse, por lo que el río parecía una sierpe de plata dispuesta a engullir en su gélidas aguas a aquellos osados soldados. El paso se realizó en silencio, sin chapoteo de remos y con los cinco sentidos pendientes de la otra orilla. Nadie los había descubierto y asegurados los botes, empezaron la progresión aprovechando la oscuridad y todos los accidentes que aquel terreno les ofrecía.
Teniente Galiana
Cabo Mariano Díez de las Moras
Avanzaban en silencio absoluto, con los ojos bien abiertos y las pupilas dilatadas por la oscuridad pues aquella noche no había luna. A pesar de que la escarcha cubría sus ropas y sus pies pisaban la nieve helada, no sentían frío ya que la adrenalina que segregaba su organismo, aumentaba su frecuencia cardíaca y preparaba todo su cuerpo para una lucha inminente. De pronto, de un lugar indeterminado de la oscuridad una voz lanzó el grito de ¡¡¡Hurra!!!, ¡¡¡Hurra!!!, ¡¡¡Hurra!!! (Grito de guerra de los rusos); y acto seguido el “tartamudeo” de dos ametralladoras empezó a barrer la tierra por donde avanzaban. Nuevas voces y más disparos de fusiles ametralladores, al mismo tiempo que los proyectiles de mortero caían por doquier iluminando la noche y abriendo boquetes en la nieve helada. Es verdad que disparaban a ciegas pero, era tan intenso y potente el fuego enemigo que se hacía imposible contenerlos; poco a poco la sección retrocedió y, sin perder la cara al enemigo, haciendo uso de sus fusiles, se replegó hasta el río. De pronto cesó el fuego y el silencio volvió a reinar en la noche. El teniente Galiana y el cabo de las Moras no habían retrocedido, estaban uno cerca del otro, pegados al terreno, con el cuerpo casi cubierto por la nieve y sin saber qué hacer, pero con la decisión de continuar marcada en el semblante.
El teniente rompió su mutismo y con el coraje de los valientes susurró:
.- Me han dejado todos.
.- Yo estoy aquí mi teniente. Contestó el cabo Díez de las Moras, desde el hoyo que un proyectil de mortero había abierto en el suelo.
.- ¿Estás dispuesto a seguir?
.- Le seguiré a usted hasta el final.
.- ¿Tienes aún los explosivos?
.- Los tengo.
.- Pues adelante, mañana el regimiento tiene que pasar el Vóljov y con ese fortín ahí puede resultar una autentica carnicería para nuestros hombres.
Cuando cuento esta escena, me viene a la mente lo que decía un veterano capitán de los tercios del siglo XVI :
“Un soldado debe siempre evitar la batalla pero, si entra en combate, antes de pensar en salvar su vida debe pensar en salvar su honor”.
No hubo más palabras y cargados de explosivos, los dos avanzaron hacia su objetivo buscando la gloria o la muerte, o las dos cosas a la vez.
En silencio, cruzaron un bosquecillo; solamente el leve crujir de la nieve al ser pisada les hacía saltar el corazón dentro del pecho. Por fin vieron tres “isbas”(casa rusa de madera) con luz, de una de ellas salía el ruido de hombres hablando en voz alta. Eran soldados rusos que bebían y charlaban relajados sabiendo que habían rechazado el ataque enemigo. Un poco más allá vieron el polvorín; se trataba de un gran búnker subterráneo difícilmente detectable por la aviación y fuertemente protegido por una numerosa guarnición de soldados que, por fortuna, después de la refriega que habían protagonizado, dormían tranquilos y confiados, en una dependencia aneja al polvorín.
Avanzaron bajo el manto oscuro de la noche y encontraron unas chimeneas de ventilación, que comunicaban directamente con el lugar donde se almacenaban grandes cantidades de armas y explosivos. Por dicho lugar introdujeron las cargas explosivas que el teniente y el cabo llevaban, y con la mayor cautela iniciaron la retirada hasta llegar al bosquecillo que antes habían cruzado, y esperaron el resultado.
La explosión fue brutal y fue seguida por otras más en cadena que abrieron un inmenso cráter en la tierra. El teniente miró hacia el cabo y levantó el dedo pulgar en señal de victoria, pues considerando que las pérdidas en armamento y las bajas en hombres habían sido numerosas, la brecha estaba abierta para que, al día siguiente, el 2º Batallón del Regimiento 269 al mando del comandante Miguel Román Garrido, cruzase el río y estableciera la cabeza de puente que el Alto Mando exigía.
Iniciado el regreso, sin saber de dónde, les salieron al paso dos soldados rusos que se abalanzaron sobre ellos con ánimo de cogerlos prisioneros. La lucha era cuerpo a cuerpo y aunque los rusos gritaban, era tan grande el desconcierto que las explosiones habían causado, que nadie oía los gritos. El cabo de las Moras pronto “dio cuenta de su enemigo” y acudió en ayuda del Teniente que, aunque se batía como un tigre, llevaba la peor parte ante un adversario que le dominaba en altura y peso. El soldado ruso al verse atacado por los dos españoles emprendió la huida hacia donde se oían las voces de sus compañeros y el Cabo corrió tras él con objeto de que no pidiera ayuda. En el momento de alcanzarlo e intentarlo derribar observó que algo caía de la mano derecha del soldado y la explosión le hizo perder el conocimiento.
El Teniente se acercó al lugar donde yacían los dos cuerpos; el ruso estaba muerto y en un principio pensó que el Cabo también, pero a pesar de ello el bravo Teniente no quería dejar allí a quien le había seguido hasta aquel infierno y tanto le había ayudado. Haciendo un esfuerzo titánico, como pudo, cargó con el cuerpo del Cabo, haciendo constar, (dice el D.O. nº 227 del Ministerio del Ejército) que mientras el cabo Díez de las Moras era alto y corpulento, el Teniente era de complexión física débil.
Al poco rato de caminar (cuento la historia de primera mano), el Cabo despertó y lo primero que vio fueron los talones de las botas del Teniente, después oyó su jadeo ya que el peso era demasiado para él.
.- ¿Qué ha pasado mi Teniente?
.-¡ Ya has despertado!, que susto me diste, al principio creí que habías muerto, luego me di cuenta que no. ¿Puedes andar?
.- No lo sé.
El Teniente lo dejó en el suelo y el Cabo intentó caminar cayendo al suelo sin poder dar siquiera un paso.
.- Creo, mi Teniente, que tengo el pie izquierdo destrozado por completo aunque, si usted me ayuda, intentaré caminar. Pero no sé bien lo que ha pasado.
.- El ruski que perseguías, mientras huía, iba preparando una granada de mano para arrojárnosla hacia atrás, pero tú dándole alcance se lo has impedido y a él le ha costado la vida.
Los dos habían perdido las armas, solamente el Teniente conservaba su pistola de oficial, y aunque aparentemente nadie les perseguía, se oían tiros por todas partes y había mucho camino que recorrer hasta la orilla del Río. El Cabo pasó el brazo izquierdo por los hombros del Teniente y empezaron a avanzar.
El Cabo, ayudado por su Teniente, iba medio arrastras y dejando un reguero de sangre en la nieve fácil de seguir. Paraban de vez en cuando pues los dos estaban agotados y en una de las paradas observaron que el pie había dejado de sangrar. La Divina Providencia y el gélido aliento de la noche esteparia a muchos grados bajo cero, había coagulado la sangre que, hasta ese momento, había manado abundantemente.
Llegaron por fin al Vóljov y sujeto al hielo de la orilla, había un bote neumático que los compañeros habían dejado. Se arrojaron a él y remaron con avidez hasta llegar a la orilla propia, donde estaban sus camaradas; los disparos de orilla a orilla habían empezado a recrudecer.
Sigo ahora literalmente el relato que el coronel Esparza hace en su diario de guerra en la página 227:
“La escena, a la sola luz de una lamparilla de gasolina, resultaba tétrica. Entonces tuvimos ocasión de abrazar al cabo de las Moras, que lloró de emoción al verse felicitado por su comportamiento”. Después de hacer las primeras curas urgentes al cabo Díez de las Moras, el coronel Esparza dispuso que, dada la gravedad y al no contar con medios en aquel refugio, el herido fuera evacuado urgentemente. Para lo cual se ordenó a un campesino ruso que ya había hecho otros trabajos a los españoles, y que conocía el terreno como la palma de su mano, que con su trineo tirado por un caballo, llevase al hospital de campaña de Podberesje al maltrecho Cabo que había empezado a sangrar otra vez. Se le colocó en la parte trasera del trineo vendado el pie, bien tapado para soportar el viaje y además se le dio un fusil.
El teniente Galiana se acercó para despedirse y los dos heroicos soldados se abrazaron con lágrimas en los ojos. Esa fue la última vez que el cabo de las Moras vio a su Teniente pues, cuatro días más tarde, el día 22 del mismo mes, aquel valiente oficial, murió asaltando un nido de ametralladoras enterrado en el lindero de un bosque.
El golpe había sido un éxito y, al amanecer de aquel mismo día, el comandante
Miguel Román Garrido cruzó el Río al mando del 2º Batallón del Regimiento 269 sin tener enfrente la pesadilla de aquel fortín.
El coronel Esparza propuso por aquella acción, al
cabo Mariano Díez de las Moras, para ser ascendido a
sargento y solicitó para él: la
Cruz Roja al Mérito Militar que se uniría a
Una Cruz de Guerra concedida en días anteriores y como colofón, también le propuso para
la Cruz Laureada de San Fernando individual (La más alta condecoración que se puede tener en España). Además el Alto Mando alemán le concedió
La Cruz de Hierro de 2ª Clase y un
Diploma de Herido Distinguido.
El trineo se deslizaba rápidamente sobre el suelo helado y el Herido solamente podía ver la espalda fornida del conductor. Se trataba de un campesino de edad madura, con abrigo y gorro de pieles, anchas espaldas y barba muy poblada. No hablaba nada, solamente de vez en cuando chasqueaba la lengua para avivar el paso del caballo y dirigirlo por un campo nevado, sin caminos y sin luz, hacia un lugar que él sólo en su cabeza tenía marcado, y al que se dirigía como si un poderoso imán lo atrajera. El cabo de las Moras, acurrucado en la parte posterior del trineo mordía la manta, que le cubría, para soportar el inmenso dolor y se aferraba a su fusil. Tenía orden de disparar al ruso si observaba alguna cosa extraña en él; pero en aquella interminable noche todo era tan extraño, que decidió rezar y ponerse en manos de Dios y de aquel hombre desconocido que, en verdad, le estaba ayudando.
Antes de que apuntaran las primeras luces del alba, el trineo paró delante del Hospital de Sangre de Podberesje donde ya los estaban esperando y donde rápidamente el personal sanitario se hizo cargo del herido que ya estaba muy débil por la pérdida de sangre. Al momento se le puso una transfusión y se cortó de forma eficiente la hemorragia; pero allí no se decidieron a intervenir y acordaron trasladarlo en ambulancia, al día siguiente, al hospital de Grigorovo, donde le amputaron el pie izquierdo 12 centímetros, más o menos, por encima del tobillo.