MI AMIGO OKUDA
Sin apenas darnos cuenta del paso del tiempo, el día 4 de abril hizo veinte años que los últimos voluntarios de la División Azul regresaron a la Patria, y también sin darnos cuenta comenzamos a repasar la utilidad de nuestras vidas y no tenemos plena conciencia del por qué en un momento determinado de ella estábamos allí, en un sector perdido del frente oriental, durante la Segunda Guerra Mundial; los hombres de Cortés estuvieron en Méjico, los Tercios en Flandes y los Divisionarios en Rusia, simplemente porque sí, los estrategas y los políticos podrán dar amplias y floridas explicaciones, los teólogos, profundas y dogmáticas razones basadas en el socorrido lema de la Cruz y la Espada y la Defensa de la civilización, pero para nosotros, los personajes de filas, que en aquel momento estábamos en las trincheras, frente a cien baterías y tres divisiones rusas listas para el asalto era solo cuestión de mala pata.
La primera división fue a Rusia en 1941 por moral, la segunda división de relevo que fue en 1942, ya no tanto, pero hay un hecho cierto e inequívoco y es que ambas fueron empujadas por recias virtudes de raza adquiridas y heredadas a lo largo de siglos de lucha que forjaron nuestra forma de ser y que nosotros en aquel momento y por cualquiera que fuera el motivo, estábamos allí, teníamos algo que hacer y lo íbamos a hacer bien.
Y efectivamente se hizo y lo demuestra las cinco citaciones en parte oficial del Mando Supremo alemán, los 6000 muertos en acción y la cantidad de cruces de hierro otorgadas por acciones individuales y colectivas; aunque nosotros, los 33 supervivientes del 250 batallón con efectivos cinco horas antes de 650 hombre y que cuando nos dimos cuenta estábamos prisioneros en el Cuartel General de la 111 División Siberiana, cuyo comisario exigía a gritos y represalias inmediatas por los 7000 rusos muertos ante nuestras posiciones, desfallecidos de hambre y de frío, amén de por otros motivos, no estábamos para muchas retóricas.
Porque, desde luego, el porvenir se nos presentaba sombrío, prisioneros en el Leningrado cercado, donde a la chita callando se practicaba el canibalismo, sin alimentos, ropas ni medicamentos y bombardeado día y noche por aviación y artillería que para mas fastidiar era la nuestra propia, no se veía mas que una salida, mejor dicho, la veía el mando ruso, nosotros francamente no veíamos ninguna.
La salida era, una línea de ferrocarril sobre la superficie helada del lago Ladoga, cordón umbilical de Leningrado, ciudad héroe, por el que bajo sus consabidos bombardeos, entraban las vituallas imprescindibles para el mantenimiento de la fortaleza sitiada y salían los que sobraban, es decir heridos, enfermos y nosotros, justo a tiempo para no morirnos de hambre, de frío, de miseria, de miedo o de cualquier otra cosa que, motivos para ello era lo único que había allí en abundancia.
El servir bajo las banderas de una unidad fogueada, tiene la ventaja de que la personalidad queda limitada al grado mínimo y son las unidades las que cuentan, el ser muchos los buenos y pocos los malos y apretados todos, hacia que la División Azul tuviera fama de corajuda y bravía, pero para nosotros había cambiado el panorama, el prisionero sin el aglutinante de la moral y de la disciplina se desmenuza en el individuo y cada uno iba a ser en lo sucesivo responsable de su propio comportamiento y del mantenimiento de su propia dignidad humana solamente ante su propia conciencia.
Lo malo del asunto es que los rusos son especialistas en eliminar la propia conciencia, es decir el yo jurídico y entonces todas las acciones se transformaban en eso, meras acciones conducentes a alargar la vida lo más posible sin ninguna excusa moral y los arrogantes guerreros de antaño, se transformaron en pingajos infrahumanos de renqueante andar. Yo, también.
Los primeros que averiguaron las consecuencias fueron los perros, gatos, ratones y toda la fauna local, pues no quedo nada vivo que fuera comestible en varios kilómetros a la redonda, amen de tronchos de berzas, nabos o cualquier cosa que se pudiera mascar o echara humo, como hojas de patata o de cualquier otra clase, ya que no había tabaco. El papel nos lo proporciono D. Pepino. Pater de la compañía italiana que nos cedió, mal de su agrado, su libro de rezos de fino papel, con la condición de que le devolviéramos las hojas correspondientes al Oficio de Difuntos que era lo único que necesitaba, ya que las últimas siete pasas que tenia a remojo para que al exprimirlas saliera el vino necesario para la Consagración en la próxima misa, se las había comido algún hereje mientras él dormía.
Y así pasaron años y lugares, cargando madera en el Volga, picando carbón en los Urales, en la reconstrucción de Jarkov, Volvogrado y condenado a veinticinco años de trabajos forzados en Siberia acusado de agitación, contrarrevolución, espionaje y sabotaje.
Los pensamientos y recuerdos de los prisioneros, son como la luz de las estrellas. Los percibíamos sin tener en cuenta la variación y el progreso del punto emisor, los recordábamos igual que los vimos por última vez y entonces, al paso de los años sin ninguna noticia, un día de repente, nos damos cuenta que aquellos recuerdos que eran nuestro sostén, ya no existen, todo cambio y vario y que, ya no formamos parte de ellos, entonces la vida interior del cautivo, tan hipersensible como la de los tísicos de otrora, se desmorona, deja de percibir luz y si no tiene suficiente voluntad para sobreponerse, en su cerebro se hace la oscuridad.
Esto fue lo que le paso a mi amigo Okuda, el japonés.
Estábamos entonces construyendo un puente sobre el rió Angara que une el lago Baikal con el alto de Yenisey, en la provincia de Irkust, Lager 51, habíamos vuelto del trabajo y me hallaba sentado en un seto, descansando en la tibia tarde primaveral, sintiendo la indefinible sensación de pena y tristeza que sienten los que ya no tienen esperanza, miraba sin ver las volutas de humo de una “isba” lejana, cuando noté que me ponían levemente una mano sobre el hombro; me volví: era Okuda, Mayor de la Policía Imperial, samurai y campeón de la lucha japonesa, “…No temas, me dijo en ruso, todo llega tiempo a aquel que sabe esperar.” Y sin mas palabras se alejo lentamente, mientras yo notaba que una inefable sensación de gozo y alegría me embargaba, le seguí con la vista, iba a ver la puesta de sol, así como también iría a la salida tal y como hacía todos los días desde hacia tiempo. No trabajaba, pues decían que estaba loco, pero todos le apreciábamos profundamente.
Días después noté que ya no acudía a su cita con el sol, pregunte y me dijeron que estaba enfermo, fui a verle, su aspecto me impresiono, apenas puede apretarle el hombro esbozando una mueca que quiso ser una sonrisa de esperanza.
Murió al día siguiente simplemente de pena y desesperanza, Lo enterramos en el bosque de abedules, allí cerca, donde se hallaba el cementerio del campo 51. Cavamos una tumba hacia oriente, de forma que para siempre mirase el sol naciente donde estaba la patria por la que murió.
Por eso hoy en los días luminosos de libertad a veinte años y diez mil kilómetros de distancia recuerdo con nostalgia los sombríos de esclavitud ya que fue en ellos cuando conocí a mi amigo Okuda, Mayor de la Policía Imperial y rindo tributo a su memoria porque me dio lo que él ya no tenia: la fe y esperanza en el futuro suficiente para poder regresar
I. CANTARINO
Valencia - V-1974
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