Cuando voy a su piso lo encuentro sentado en su sofá. José es un hombre menudo y enjuto al que parece haberle abandonado toda la carne del cuerpo. En mi pueblo dirían que tiene menos chicha que el tobillo de un colorín. Su piel traslúcida deja ver las venas en su mondo cráneo y su rostro, aún sin demasiadas arrugas, no parece ser el de un hombre que tiene más de un siglo de vida. “Este es mi padre, aquí se lo dejo. Con él no se va a aburrir”, me dice su hija antes de desaparecer por el pasillo.
José dice que se alegra de verme y me ofrece un asiento. Su voz suena con un vigor impropio a su avanzada edad. Cuando se levanta, con cierta dificultad a causa de un dolor en la pierna derecha, me doy cuenta de que es más pequeño de lo que parecía sentado y está encorvado por la edad. De todas maneras no le hace falta ser más de lo que es porque parece haberse convertido en pasado puro, en memoria viva de varias etapas de España.
Cuando empieza a contarme su vida, enseguida comprendo que es un hombre que lo ha soportado todo, que ha sobrevivido a todo, que ha participado en dos guerras, que siendo muy jovencito se hizo militar y que parece que nunca ha dejado de serlo. Se acuerda de fechas, de datos, de nombres de pueblos en los que estuvo, de quienes fueron sus tenientes o sus capitanes, de recorridos militares que hizo… Prácticamente de todo. Cuando se le resiste un nombre o un dato concreto, se echa mano a la cabeza y desiste con un “bueno, ya me acordaré”.

Y luego se acuerda. José apenas ve y apenas oye, pero su labia y su memoria son de las de tener en cuenta a la hora de hacer un estudio sobre la longevidad. Mi entrevistado es una perfecta máquina de hablar, una máquina de alta precisión, exacta, prodigiosa. Pero lo más portentoso de todo, sin duda, es que lo que dice tiene sentido. A José apenas hay que hacerle preguntas. Él sabe lo que decir y la manera decirlo, dando en sus explicaciones el tono de buen narrador. En el recorrido por su vida ensarta vivencias y situaciones de manera lúcida y utiliza frecuentemente la muletilla de “por cierto” cada vez que desvía su conversación hacia otro paréntesis en su vida. “Por cierto, cuando me preguntan por qué estoy viviendo tantos años yo siempre digo que es porque seguramente estuve congelado cuando estuve en Leningrado”, dice antes de reírse y dar por sentado de que el sentido del humor no caduca con la edad.
Emigrantes
José me cuenta que nació en 1916 en Buenos Aires. Sus padres eran gallegos, del municipio lucense de Sarria, que emigraron a Argentina cuando él aún no había nacido. Vivieron en la Pampa, en una colonia en la que había muchos emigrantes, sobre todo italianos y turcos. Después la familia marcharía a la capital y muere su padre cuando él no había cumplido aún los cuatro años. Su madre, con sus cuatro hijos, se ve obligada a volver a España.
–No teníamos nada. La colonia gallega en Buenos Aires nos dio el dinero para el pasaje de vuelta. Por cierto, que durante el trayecto murió mi hermano de once meses de un sarampión y mi madre, para evitar complicaciones, lo llevó muerto en su regazo varias horas, tapado como si estuviera durmiendo, hasta que llegamos a Lugo. Mi hermano mayor se quedó con mi tía Matilde, al segundo lo acogió la familia de mi padre y yo me quedé con mi madre. Mi madre, sus dos hermanos solteros, mi abuela y yo formamos una familia. José sobrevivió a una epidemia de tifus que lo dejó 42 días en la cama con fiebres altísimas. Él cree que aquello le hizo fuerte. Su adolescencia duró hasta que su madre y su tío le dijeron que tenía que aprender un oficio. Dice que su madre lo metió de aprendiz con un sastre. Cuando hubo aprendido el oficio le dijo a su progenitora:
–Ya he sido lo que tú has querido, ahora déjame a mí ser lo que yo quiera. Yo quería ser militar, me atraía mucho ese oficio. Cuando tenía siete años me perdía con los soldados que iban a hacer maniobras por donde yo vivía. Así que cuando tuve la edad me fui de voluntario. También quise ser guardia civil, como uno de mis tíos, pero no daba la talla, jejejeje. El 30 de enero de 1936, recuerda con precisión de diamantista, ingresa en el Batallón de Infantería del Ministerio de la Guerra y se marcha a Madrid. España estaba sobre un volcán a punto de estallar.
–Mi amigo Santi me sirvió de cicerone en Madrid. Su padre era conserje de Las Cortes y nos dejaba ver por entre las cortinas los debates que se daban allí. Yo he oído a Carrillo, a la Pasionaria, a Gil Robles… A un montón de buenos oradores, gente que hablaba horas sin tener un papel por delante. Fue en aquellos meses cuando vi la quema de varias iglesias y cuando me enteré de que los rojos habían matado a mi tío el Guardia Civil. Yo hasta entonces era más bien de izquierdas, pero ver quemar las iglesias y la muerte de mi tío me hicieron cambiar. De todas maneras en el Ejército la ideología era lo de menos, ellos mandaban y tú obedecías.
José fue nombrado ordenanzas del general García Díaz y el estallido de la guerra lo pilló cuando estaba de permiso en Galicia, en zona nacional. Dice que allí le dijeron que tenía que ponerse a la orden de un tal teniente Pérez Almeida porque en España había empezado una guerra.